Carta de uno de los Cinco: La felicidad frustrada por la injusticia y la hipocresía

Prisionero Político en Estados Unidos.
Héroe de la República de Cuba
2003-11-30
Con el transcurso de estos cinco años que hemos estado en prisiones norteamericanas, la realidad nos obliga a asimilar circunstancias, y aceptarlas como parte del necesario sacrificio.
No por ello esas realidades dejan de ser dolorosas. Guiados por nuestra conciencia revolucionaria, nuestra absoluta convicción de que nos acompaña la verdad, y la seguridad de que defendemos una causa justa, ponemos en perspectiva ese dolor, aceptamos la realidad, y vivimos con ella.
Una de las más dolorosas de esas realidades es la de que los hijos por tener, que eran parte de los planes familiares junto a mi esposa, con el tiempo se han ido transformando en los hijos que nunca serán.
Con el paso de los años, y el avance del reloj biológico, la separación impuesta nos obliga a transformar nuestra visión de la familia y conformarla a la de una familia sin hijos, aunque siempre con mucho amor.
Será ese amor el que sustituya la risa infantil en nuestra casa, la preocupación permanente por la correcta educación de nuestros hijos ausentes, y el placer y la satisfacción de verlos crecer como seres humanos comprometidos con lo más noble y justo.
En un país como Estados Unidos, en el cual dos millones cien mil personas se encuentran en prisión a lo largo y ancho de su territorio, seguramente mi caso no será único.
Sin embargo, lo que confiere singularidad a mi dolor y el de mi esposa, que dejará su marca en nuestra familia, es que la situación, y la realidad a la que nos obliga a adaptarnos, la provoca una injusticia colosal y una hipocresía aún mayor de las autoridades norteamericanas.
Cuando alguna autoridad de Estados Unidos piense abrir la boca para hablar de derechos humanos, mejor calle ante el ejemplo de Ivette, que crece sin su padre y sin siquiera poder verlo; de Irmita y de Tony, que no han disfrutado de la guía certera y cariñosa de René y Antonio en su adolescencia; de Lisbet y otras hijas de Ramón, que no han tenido un padre
que las guíe aunque su amor las acompañe, y de Gerardo y mío, a quienes se nos niega la oportunidad de crear una familia en la que nuestros hogares se llenen con la alegría infantil.
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